sábado, 19 de julio de 2025

Reto 10

 

Reto propuesto por María. 

Escribir una historia en la que algún personaje tiene o sufre de un síndrome literario (es decir, un síndrome que lleva nombre de alguna obra literaria, por ejemplo: síndrome de Otelo, síndrome de Martin Eden, síndrome de Plushkin, síndrome de Madame Bovary, etc.).El género es libre.


Límite de palabras: 1000
Fecha límite de entrega: 18 de agosto.
!Manos a la obra! !El mundo necesita tus palabras!

Envía tu cuento a:

cristobaleh@hotmail.com





Perdóname, viejo amor…

 

…que el nuevo me parezca el primero.

Wislawa Szymborska

 

I

Se enamoró de él al instante, el primer día. ¿Y cómo no? Él era un profesor famoso, rodeado de un aura de gloria y adoración general, y ella... Ella era solo una simple estudiante de primer año.

Durante todo el primer semestre lo siguió a todas partes, intentando atraer su atención. Estudiaba las clases, asistía a todos los coloquios, preparaba exposiciones, pero al profesor no le importaba en absoluto. Y la muchacha sufría y se afligía, hasta que finalmente decidió abrirle su corazón después del examen, y entonces: pasara lo que pasara.

Esperó a que el resto de los estudiantes se fueran a casa, y se acercó al profesor. Tímidamente, apenas audible, balbuceó:

—Hace tiempo que quería decirle...

Pero la tensión emocional era tan fuerte que se desmayó, perdiendo el conocimiento. Es difícil decir cuánto tiempo estuvo inconsciente, pero su despertar fue realmente inolvidable. Al abrir los párpados, la chica vio el rostro preocupado del profesor sobre ella; él le acariciaba la cabeza.

—¡Me asustaste de veras! —dijo él, al notar que había abierto los ojos—. ¿Cómo te sientes?

Al principio la muchacha quiso levantarse y disculparse con el profesor por las molestias y la preocupación que le había causado, pero entonces un pensamiento sedicioso cruzó por su cabeza y empezó a meditarlo.

“¿Así de fácil? —reflexionó—. Sin aplicación y empeño, sin empollar hasta el amanecer... Desmayarse y acabar en los brazos del hombre querido. ¿Qué podría ser más sencillo?”. Y en lugar de responder, suspiró profundamente.

—¿Podrías llegar solita a tu casa? —preguntó él entonces.

—No... —respondió ella con voz casi agonizante.

Y sin pensarlo, el profesor la levantó en brazos, la llevó a su coche y luego la condujo a su casa. Ella todavía “no tenía” fuerzas para subir las escaleras hasta el tercer piso, así que la ayudó a llegar a su departamento. Los padres de la chica estaban en el trabajo. Así empezó su romance.

Poco tiempo después, en la universidad se enteraron de su relación. Él tuvo que renunciar y ella pidió un año sabático. En cuestión de días, la muchacha se mudó con él y entonces comenzaron a vivir juntos como una pareja cualquiera.

 

II

            La carrera perdida, la libertad perdida (a menudo se preguntaba cómo había logrado ella tan rápido ponerle el yugo a él, siendo un soltero empedernido) lo trastornaban, pero comprendía que la pobre se sentía aún peor. Sus frecuentes desmayos ahora se acompañaban de ataques epilépticos con convulsiones violentas y espuma por la boca. La chica iba constantemente al médico, quien le extendía todo tipo de informes e instrucciones (que ella aplicadamente le mostraba antes de acostarse), y tomaba montones de pastillas, pero nada la ayudaba. La pobre se apagaba ante sus ojos. Y por las noches él se culpaba, se martirizaba, se tiraba de los pelos. ¿Cómo podía dejarla ahora? ¿Dejarla así? Al fin y al cabo, ¡todo era por su culpa! En definitiva, fue él quien se aprovechó de su inexperiencia y juventud, fue él quien la sedujo, causándole un daño irreparable a su salud mental y física, fue él quien cogió algo que no le pertenecía. Y, tras olvidar sus antiguas ambiciones, consiguió varios trabajos a tiempo parcial para pagar su tratamiento.

            Ella, a su vez, disfrutaba de la felicidad casi matrimonial, haciendo esas pequeñas cosas agradables que alegran tanto el corazón de los enamorados. La chica hacía acogedor el nido familiar, guardaba sus libros, le planchaba la ropa, le preparaba la cena y, entre tanto, se golpeaba con toallas mojadas para lesionarse los músculos, se hacía pequeños cortes para provocar hemorragias, tomaba eméticos y diuréticos, falsificaba certificados médicos y ensayaba desmayos.

            En la práctica, todo resultó ser mucho más sencillo de lo que ella había imaginado inicialmente. Durante los primeros meses, tenía un miedo constante de que él la revelara y descubriera que estaba completamente sana, pero resultó que a la gente no le gusta entrar en contacto con la enfermedad ajena y rara vez se interesa por los detalles. Diagnósticos, enfermedades, síndromes: para una persona sana, todo esto parece algo pesado, desagradable, pegajoso, algo de lo que uno puede contagiarse con solo escuchar largas palabras en latín o griego, o complicados apellidos alemanes. A ella le bastaba con mostrarle un informe médico falso, hecho en cinco minutos en el ordenador, pronunciar el nombre de una intrincada patología de quince o veinte letras, y él ya la abrazaba y la besaba en la cabeza, llamándola “chiquita linda”, y esto era todo lo que ella necesitaba.

 

III

            Un día, unos tres años después de su primer encuentro, la chica iba a la farmacia a comprarse un laxante y, mientras tanto, reflexionaba sobre su propia vida.

“Sí, nada es para siempre”, pensó.

En los últimos meses, el profesor, o, mejor dicho, el exprofesor, había decaído notablemente. Antiguos colegas y alumnos ya no venían a visitarlo, y él mismo rara vez salía, prefiriendo tumbarse en el sofá antes que dedicarse a cualquier actividad. Carecían de dinero y sus enfermedades ya no lo preocupaban como antes (un par de veces, en un arranque de cólera, hasta le deseó a la chica que muriera más rápido, por lo que, por supuesto, luego, entre lágrimas, pedía perdón de rodillas). Y ella sentía una insatisfacción total en todos los aspectos de su vida: apatía, frustración.

“¿Y qué me atrajo a él entonces, a este anciano? ¿Por qué lo necesitaba tanto?”, se preguntaba una y otra vez, pero no encontraba respuesta.

La chica estaba tan absorta en sus pensamientos que no notó un coche que se acercaba. Un golpe sordo la hizo caer al asfalto, golpeándose ligeramente la rodilla.

Apenas recobró el sentido tras el inesperado choque, miró a su alrededor. Un joven alto salió corriendo de un coche azul brillante. Se arrodilló frente a ella, le tomó las manos y le preguntó con tono preocupado:

—¿Estás bien? ¿Te golpeaste fuerte? ¿Dónde te duele?

Ella lo miró fijamente, y todo en el mundo se congeló, todo en el mundo se detuvo. Era la primera vez que veía unos ojos verdes tan insondables. Sin duda, fue amor a primera vista.

—¿Estás bien? —repitió.

En lugar de responder, ella gimió entre lágrimas.

—¿Qué te pasa? ¿Dónde te golpeaste?

—Me duele, me duele muchísimo... —sollozó la chica lastimeramente.

—Déjame llevarte a urgencias, al hospital. ¿Podrás ponerte de pie? —preguntó el chico con miedo.

—No sé si podré caminar siquiera después de una caída así...

—Pues entonces te voy a llevar en mis brazos todo el tiempo... —dijo el joven, medio en broma. La cogió con cuidado y la llevó al coche.

La chica lo abrazó con fuerza por el cuello y apoyó la cabeza en su hombro. Él olía a juventud, a fuerza y a sensualidad; olía a un hombre capaz de cuidarla. Se apretó más contra él y, por última vez en su vida, pensó en el viejo profesor que se había quedado solo en casa.

(Síndrome de Münchhausen)

                             María





El mal de Eroll

Eroll había sido un niño ejemplar. Su madre le había procurado todos los medios para hacerlo único. Con buenos modales, responsable y amoroso, se ganaba el favor de quien lo conociera. Los profesores se veían deslumbrados por su carisma. Muchas mujeres no podían resistírsele y se convertían en juguetes de sus caprichos. No sufrían demasiado, pues el joven seductor no tenía malos hábitos; más bien exigía un amor incondicional que las obligaba a rebasar la línea roja del enamoramiento.

No era guapo, pero sí atractivo. Sus ojos tristes y su buen humor creaban un efecto contradictorio: inspiraba ternura, pero sus bromas lo volvían agridulce y fascinante. Muchas de sus novias se sintieron en la obligación moral de ayudarlo apenas lo conocieron, pero descubrieron pronto a un pícaro que se escudaba en su encanto para esconderse en sus pechos.

Cuando cumplió veinticinco años estaba en plenitud. Había terminado la carrera con un reconocimiento público de sus profesores y encontró un empleo donde no pasó por la novatada: lo sentaron directamente al lado del jefe del departamento de ventas. Así, guiado por la suerte que lo conducía como a un niño en un laberinto, Eroll alcanzó estabilidad económica y vislumbraba el resplandor de su futuro.

La vida le sonreía sin condiciones ni compromisos, y sus éxitos llegaban de manera espontánea y sorprendente. Esa sensación de unicidad empezó a arruinar sus relaciones: perdió el rumbo, dejó de distinguir entre la imposición y la exigencia. No era un monstruo, pero la gente se sentía tensa a su lado. Parecía que a él le hubieran dado todas las herramientas para la vida y a los demás solo les quedara ser hijos abandonados de la fortuna.

Un día, Eroll se levantó tarde, pero de buen ánimo. Llegó a la oficina y comenzó a dar órdenes como siempre:
—Señorita Anne, el café con poco azúcar, caliente y sin leche, por favor… Emily, lleva las carpetas con las presentaciones a la sala de reuniones… Thomas, te toca hoy empezar con el informe sobre el nuevo producto…

Entró al servicio, se miró al espejo y revisó su peinado: el pelo castaño ondulado le daba un aire de guerrero romano; sus ojos brillaban como joyas y sus labios finos se curvaban con elegancia embelleciendo su perfecta  nariz. Ajustó el nudo de la corbata, giró sobre los talones con aire marcial y se dirigió a la sala donde siempre comenzaba el “Plan estratégico”, que consistía en determinar las tareas urgentes.

Se sentó en su butaca de costumbre, frente a la pizarra aún marcada con los garabatos del encuentro anterior. Entró Anne con el café y las pastas que tanto le gustaban. Bebió un sorbo y miró el reloj: eran ya las nueve y media, y ninguno de sus colaboradores había llegado. Entonces entró Emily, sin el material que le había encargado. Se plantó frente a él y, con un leve espanto en la voz, dijo:
—Lo siento, Eroll, nadie va a venir a la reunión. Son órdenes de arriba. El director general lo solicita.

Subió a la oficina del director, sin hacer suposiciones, confiado todavía. Al llegar, Katherine le indicó con una sonrisa que lo esperaban. Abrió la puerta y anunció:
—Aquí está, señor director.

El encuentro fue brevísimo: le comunicaron que sería sustituido y no le dieron oportunidad de replicar.
—Le entregarán su indemnización en Recursos Humanos.

La frialdad del trato lo desorientó. No podía creer que la vida diera un giro tan brusco y sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Para colmo, al recibir su compensación se topó con su sucesor: era casi idéntico a él, salvo por algunos defectos faciales. Hasta su voz sonaba igual. Con el alma en los pies, intentó recomponerse y fue a su restaurante favorito a meditar. Sin embargo, el administrador le pidió disculpas: su mesa había sido solicitada por otro caballero.

Las cosas no habrían ido tan mal si no hubiera visto al hombre que ocupaba su lugar: tenía la misma complexión, era apenas mayor y se movía con seguridad. Discutir habría sido inútil. Se quedó unos minutos inmóvil, sin poder ordenar sus pensamientos. Lo mejor sería ir a casa a descansar.

Pasó varios días ensimismado, saliendo apenas al balcón a mirar los coches de la avenida. La panorámica de su apartamento había perdido el encanto; todo parecía tornarse gris. Se bebió una botella de whisky sin sufrir los rencores de la resaca. Pidió comida rápida y vio algunas de sus películas favoritas. Cuando se cansó de la vagancia, decidió buscar empleo. Envió su currículum a varios lugares y pronto recibió propuestas.

Convencido de poder reintegrarse, se puso su mejor traje y asistió a una entrevista. Lo recibieron con amabilidad; los reclutadores quedaron impresionados con su talento y le prometieron llamarlo en cuanto decidieran. Pasaron dos semanas sin noticias. Llamó él mismo, y le informaron que habían elegido a un candidato igual que él, aunque con una ligera diferencia en el puntaje.

Así comenzó la espiral descendente: lo apartaban siempre por pequeños detalles, retrasos o equivocaciones mínimas. Y entonces llegaron las pesadillas: hombres idénticos a él repetían, en coro, que eran únicos.

                                                                    Juan Cristóbal

No sé si exista un síndrome de temor de ser sustituido o copiado. El caso de Eroll sería de ese tipo.

5 comentarios:

María Gorodentseva dijo...

Hola, Juan Cristóbal. ¿Qué pasó? Publicaste sólo la primera parte de mi historia que lleva tres partes:)

H.G._curucuta dijo...

Hola, María. Por fin tengo tiempo para venir por lo menos a leer lo publicado :)
Tu historia está muy bien y parece cumplir con la tarea propuesta, aunque creo que alguna vez leí que una persona que sufre de este síndrome solo pretende que se le reconozca como enfermo, sin recibir ningún beneficio extra. ¿Buscar que la amen y se responsabilicen de ella es un beneficio extra? Me queda la duda ;)
En cuanto a la redacción, no está bien utilizada la palabra "revelar" en esta frase: "tenía un miedo constante de que él la revelara y descubriera que estaba completamente sana...", no se usa así, yo la modificaría de esta forma: "tenía un miedo constante de que él la descubriera y se enterara de que estaba completamente sana". Gracias por compartirlo. Saludos

H.G._curucuta dijo...

Hola, Juan Cristóbal. Gracias por tu cuento. El tema es inquietante, sobre todo en una época en la que la gente tiene miedo de ser sustituida, además de los temores de que le sea robada su identidad. Creo que es bastante lógico el final. Solo una cosa, pero es más bien personal: me parece que no conozco la obra literaria a la que alude tu historia, ¿me lo aclaras? Saludos

Juan Cristóbal E Hudtler dijo...

Hola, perdón por la tardanza, este verano ha sido productivo, pero ha habido poco tiempo para la escritura. María, tu cuento me ha gustado mucho. Creo que en muchas novelas del siglo XIX podemos encontrar mujeres con esa necesidad de atención masculina. Con respecto a mi cuento, creo que no hay una obra concreta porque es el tema del doble o del otro como enemigo. Es que hace poco leí una noticia de una madre que quería que su hijo fuera único, pero lo que logró es que el pobre se alejara de la realidad y después viera la vida con un enfoque personal, comparándose que todos a pesar de ser en muchas ocasiones peor o muy inferior en sus capacidades. Hilda, gracias por el comentario. Saludos.

H.G._curucuta dijo...

Gracias por aclarar de dónde ha surgido la historia. Con el tema del doble hay muchas obras y si lo vemos no como algo fantástico, sino como un trastorno mental, entonces cumple con la tarea, aunque no sea exactamente como se pedía en la propuesta ;) Saludos
P.D. A mí me ha ocurrido lo mismo este verano en cuanto a la escritura.

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