domingo, 20 de abril de 2025

RETO 4


Escribir un cuento sobre una puerta que se encuentra en un lugar donde no debía estar. 


El género es libre.

Reto adicional:

La escena o historia puede transcurrir en un sueño.  

El número máximo de palabras es de 1000

🗓 Fecha límite de entrega: 31 de mayo.  

¡Manos a la obra! El mundo necesita tus palabras.  

envía tu texto a:

cristobaleh@hotmail.com



El sueño de una noche de verano

 

La ciudad estaba sumida en un calor insoportable. Era tan intenso que ni siquiera de noche se respiraba bien.

Tamara se tumbó desnuda en la cama como una estrella. Se alegró de que su esposo estuviera de viaje: por fin podía dormir vestida de Eva. Normalmente, él no aprobaba esto:

—¡Siempre hay que dormir en pijama! Aunque sea en un lecho matrimonial. Es imprudente ignorar las normas de la decencia ante nuestro Señor Jesucristo y la sociedad.

Tamara a menudo se preguntaba de qué “sociedad” él hablaba, pero intentaba no discutir con su marido; era parte de su carácter. Cuantas menos peleas, menos estrés: nunca le interesó defender su opinión.

Así que la mujer se desvistió, encendió el ventilador, echó al suelo la sábana que le servía de cobija en los meses veraniegos y se durmió. Y, ya fuera por el calor o por el cansancio, enseguida tuvo un sueño.

Soñó que estaba en un rellano del edificio; hacía frío y casi no había luz. Miró a su alrededor y vio dos puertas idénticas. ¿Adónde ir? Era como en un cuento de hadas: si vas a la izquierda, perderás el caballo; si vas a la derecha, perderás la cabeza. Lógicamente, debería avanzar hacia adelante para sobrevivir, pero había un muro delante y detrás de ella. Fue inevitable: ella tenía que elegir. La puerta derecha estaba cerrada, pero la izquierda, en cambio, se abrió con facilidad, y Tamara entró en el departamento.

Como suele ocurrir en los sueños, que no obedecen a las leyes de la lógica ni del tiempo ni el espacio, se encontró inmediatamente en la cocina. Había dos personas allí: aparentemente un matrimonio. El hombre, alto, delgado, con el pelo ligeramente canoso, fumaba por la ventana, sin apartar la vista del periódico que sostenía en la mano. Y la mujer, regordeta y corpulenta, con rulos, estaba sentada en un pequeño taburete, pelando papas sobre un cubo de basura; tenía la cara roja y sudorosa por el agotador trabajo. Nadie reparó en Tamara, y ella observaba su modesto ambiente con curiosidad. Ellos tenían una tetera esmaltada calentándose en la cocina de gas, un refrigerador zumbaba en un rincón, del techo colgaba solo una bombilla, y en el alféizar de la ventana estaban...

—¡Ay! —exclamó la mujer, dejando caer un cuchillo y una papa al cubo de basura—. ¿Quién eres? ¡Ay, qué ramera! ¿Por qué andas desnuda por aquí?

Tamara, asustada por la inesperada atención, aceleró como una flecha hacia la puerta principal. Corrió un buen rato, demasiado largo para un departamento tan pequeño, y durante todo el camino oía a la mujer gorda vociferar de manera histérica.

Y de nuevo se encontró en el rellano, entre dos departamentos y dos muros. La puerta derecha seguía cerrada, y la izquierda... Tamara se acercó de puntillas y pegó la oreja, intentando entender de qué hablaban dentro.

—¡Desnuda! ¡Completamente desnuda! Y la vi, igual que te veo a ti... —gritaba la gorda.

—¡Cállate, zonza! —le respondió severamente su marido—. Alucinaste por el calor de la cocina. ¡No había nadie!

El interés y la exaltación se apoderaron de Tamara y abrió la puerta tratando de no hacer mucho ruido. De nuevo se encontró en la cocina. La situación había cambiado un poco: ahora la señora fumaba, apoyada con los codos en el fregadero, y el hombre estaba sentado a la mesa con las piernas cruzadas.

—Pero sigo diciéndote que la vi... —la gorda no podía tranquilizarse.

Por alguna razón, Tamara de repente se alegró mucho. Ella tosió varias veces para llamar la atención de la pareja, y luego les saludó amistosamente con la mano.

—¡Ahí está, la descarada! —chilló la esposa, con los ojos desorbitados—. ¡Te lo dije! ¡La mujer desnuda!

Al ver a Tamara (ella tenía un cuerpo esbelto, aún joven), el hombre se quedó atónito.

—Ya veo, veo... —balbuceó, embelesado—. ¡Desnuda! ¡Hermosa! ¡Te quedarás conmigo! Vivirás aquí conmigo...

Exaltado, enloquecido, frenético extendió las manos hacia Tamara y le agarró las muñecas con fuerza.

—Conmigo, conmigo... No irás a ninguna parte... Vivirás conmigo... —repetía como un lunático.

Tamara intentaba desesperadamente de zafarse de sus tenaces manos. En ese momento, su esposa le golpeaba la espalda con un rodillo de madera.

—¿De qué hablas, bruto? ¿Cómo que contigo? ¡Perro! —gritaba la mujer.

Finalmente, Tamara logró liberarse y salió volando al rellano. Antes de poder recuperar el aliento, corrió hacia la puerta derecha, pero aquella seguía cerrada. “¿Qué hago? ¿Qué hago?”, la pregunta le latía en las sienes. Se oyeron gritos salvajes tras la puerta izquierda. Tamara oía cómo la gorda gritaba “socorro”, “me está matando”, “me duele”, “ayuda”; ella temía que el hombre saliera de la casa y le hiciera algo malo también a ella.

Pero de repente, sonó el teléfono en el departamento de la derecha. Al principio, Tamara no podía creer lo que oía, pero sí, era cierto: el molesto timbre del teléfono. La mujer tiró del picaporte con vacilación, la puerta cedió y ella entró. “¡Salvada!”, pensó, y en ese preciso instante despertó.

El teléfono no paraba de sonar en su casa. Sin comprender aún del todo, saltó de la cama y corrió para contestar. Era su hermana mayor, que la llamaba para contarle que Nicolás, su sobrino, había cogido sarampión.

Escuchando las quejas de su hermana, Tamara se miró involuntariamente las muñecas, cubiertas de moretones. Decidió que más tarde buscaría en internet algo sobre sueños realistas, o como se llamaran. Sin embargo, tras la conversación, el torbellino de la vida cotidiana la abrumó, y unas horas después se olvidó por completo de su pesadilla.

Ella nunca supo que el 14 de julio de 197... Aleksander K. golpeó a su esposa hasta la muerte con una tetera esmaltada. Durante la investigación, negaba su culpabilidad y afirmaba constantemente que una mujer desnuda que un día apareció misteriosamente en el umbral de su cocina lo volvió loco, por eso cometió el crimen. No sobrevivió hasta el veredicto final: se ahorcó en su celda.

                                                                            María


Exit

Elery miró con atención a Eduard Redmyne y le preguntó si se confesaba culpable.

—Por supuesto, inspector, está de más confesarlo porque usted ya sabe toda la verdad.

—Así es, mi querido amigo, pero hay algo que todavía no ha dicho y…

—¿Se refiere a lo de la puerta?

—Digamos que sí, creo que fue una forma de acelerar las cosas, ¿por qué tenía tanta prisa de que le encontrara?

—Le parece banal, ¿no? Pero ha de saber que fue un chispazo de buen humor, una broma del destino que me llegó que ni pintada. Me pareció gracioso dejarle esa pista en el párpado. ¿Sabe? Era absurdo que esa pegatina se encontrara allí: en el lugar y momento precisos. La cogí y se la pegué en el ojo, y me dije, que busque en esa jodida mente retorcida, que…

—Bueno, eso es divertido, pero lo que realmente me gustaría saber es ¿cuánto tuvo que esperar para perpetrar su venganza?

—Mire, siempre he sido una persona con principios. Cuando empezaba con mi grupo, la competencia era enorme. Cada vez que hacíamos una canción, de esas que enganchan, empezábamos a buscar a alguien que nos la promoviera en una disquera, pero no nos aceptaban nada. Decían que era buen rock y que eran originales, pero no del gusto de la gente. ¡Jodidos cabrones! ¡Hubieran probado al menos! Pero a ningún estúpido se le ocurrió.

—Sin embargo, al final, lo logró, ¿no?

—Sí, sí, claro. Era un día mágico, ¿sabe? Lo sentíamos en el aíre. John el baterista levantó el teléfono y se quedó así— Eduard se quedó inmóvil con los ojos saltones y la boca abierta—. Luego se giró y nos dijo: “!Chicos, chicos! Nos aceptan Big Word. Estábamos eufóricos, locos de alegría. Ahora pienso que teníamos que haber recapacitado, pero éramos jóvenes, teníamos hambre y queríamos triunfar costara lo que costara y ese maldito ladrón se aprovechó.

—¿Pero, ¿qué tuvo que ver el gordo Dan en esto? ¿Se merecía que le hiciera eso?

—¡Ah! ¡Ese puto Dan era una mierda! —Eduard hizo un gesto de hastío y luego de su cara salió una nube verde de hiel. Se le desfiguró la cara y apretó los dientes—. ¿Sabe que cuando hicimos la audición nos aduló hasta hacernos sentir como en el puto paraíso? Van a ganar un pastón, van a ser tan famosos como los Beatles, prepárense para vivir a toda máquina, muchachitos.

—Pero ganaron bastante con él, ¿no? Por cierto, me encantan tus canciones, Eduard, tu voz es privilegiada.

—Es un don, pero a cambio Dios me quitó un trozo de cerebro. ¡Joder! ¡Si solo le hubiera echado un vistazo al contrato, lo habría entendido todo y no habría perdido veinte años a lo estúpido!!No habría tenido que andar mendigando lo que me pertenecía!

—¡Ah! ¿Te refieres a los derechos de autor?

—Sí, exactamente. Resultó que el maldito gordo se aprovechó de nuestra euforia para tramar su plan. ¡Que bien sabía lo que le había caído del cielo!!Maldito cabrón!!Ojalá y se esté pudriendo en el infierno!

La camarera que los había estado evitando, se acercó temiendo que Eduard fuera a empezar un escándalo y les preguntó si deseaban pedir algo más. Elery pidió un café y Eduard una cerveza. La camarera miró con una mirada temerosa a Elery, pero este asintió con un movimiento de cabeza.

—Eduard, pero tus relaciones fueron muy buenas con él, ¿verdad?

—¿Está bien del coco, inspector? Ese cerdo nos estuvo mareando, nos daba las ganancias de los conciertos, pero lo que dejaban las ventas de los discos se lo quedaba casi completo. Un día saqué el contrato y le dije que cambiara esa cláusula de los derechos de autoría. Lo amenacé con dejar de grabar, pero me restregó el maldito papel en la cara y me gritó:

“!Mira, estúpido cabeza hueca. !Aquí dice que todo lo que hagas me pertenece, ¿lo ves? ¡Me pertenece!¡Si los quieres de nuevo, cómpramelos!”

Inspector, estaba atrapado. Juré que un día lo mataría. Al principio solo era odio, pero la idea fue cuajando. Se fue engendrando un pequeño monstruo que al final se liberó de sus cadenas y salió a cometer el asesinato. Incluso, ahora mismo, siento como si hubiera sido ese extraño ser el ejecutor de la masacre, pero sé que fui yo mismo, estaba poseído por ese ser maléfico y cruel que se encubó durante largos años.

—Te ensañaste, Eduard, no era necesario que hicieras aquello, tantas puñaladas... Con un buen golpe de cuchillo al corazón y, quién sabe, tal vez con la pura amenaza, ese gordo embaucador se habría muerto de miedo y…el remordimiento, claro, habría sido decisivo. Todo mundo sabía que estaba aterrado por la idea de que lo liquidarás. ¿sabes? Su ayudante Jimmy y su secretaria, la señora Judy, nos lo contaron. El desgraciado Dan se escondía cada vez que alguien llegaba a su despacho y los últimos años ni siquiera iba a la oficina. ¿Cómo lograste que te recibiera en su despacho?

—¡Ah!!Eso! Pues, fue cómo engañar a un niño con un dulce. Le dije que estaba buscando una disquera para un joven talentoso que prometía. Le puse la grabación de un ensayo que me había dado un amigo al cual ayudo siempre que necesita sabios consejos, inspiración y entender la música del pasado. Se la mandé y alucinó. Me cito para el domingo por la mañana, pero qué le voy a contar, si ya sabe todo.

—Bueno, Edy, no sé qué hacer, ¿sabes? La ley me exige que te arreste y te lleve a prisión, pero el sentido común me dice que tu condena ya ha sido cumplida—Hizo una larga pausa, miró el aspecto aliviado de Eduard y le dijo: “Te interesaría una vía de escape?  Tengo una coartada…”


martes, 8 de abril de 2025

RETO 3

 

 Escribir un cuento con la participación de tres animales importantes en la historia de la humanidad. Uno de los animales puede hablar, pero su idioma es desconocido por el protagonista de la historia.

El género es libre, así como el número de personajes.

Reto adicional:

La escena o historia puede transcurrir en una ciudad conocida o inédita.  

El número máximo de palabras es de 1000

🗓 Fecha límite de entrega: 14 de mayo.  

¡Manos a la obra! El mundo necesita tus palabras.  

envía tu texto a:

cristobaleh@hotmail.com




¡Está muy mal!


 Ante todo, aclarar, es una historia real:

 Cierta mañana de invierno, tenía que ir al hospital para que me hicieran un análisis de sangre, para una posterior diligencia (en su tercera acepción) y teniendo en cuenta que la temperatura en la calle era de unos abrazadores menos 19 grados, sí llegué, un poco congelado al lugar seleccionado para dar mi sangre. Estando allí sentado para proceder a tan interesante asunto, noté que la enfermera se había levantado con el pie izquierdo y además no había tomado café—para el que no entienda significa que no estaba de buen humor—. Y bien luego de tres intentos fallidos de encontrar mi vena, exclama: ¡Ahhh! ¡Hoy no es mi día, no sé qué me pasa! A lo cual dije yo: “Por favor, dígamelo en ruso”. Pero una compañera (palabra esta última de poco uso actualmente en Rusia, porque está de moda colega), dice no no digas eso, dame eso que yo termino. ¿Qué pasó después?  Pues de tanto pincharme y preguntarme si estaba bien me dieron agua, un chocolate. Pero de nada sirvió, otra vez en mi vida me desmayé (pero la primera en Rusia). Seguimos la historia.

Desperté (bueno abrí de nuevo los ojos) y frente a mí, bueno específicamente al mirar lo que estaba delante era nada más y nada menos que un doctor de entrados años (lo más parecido que he visto en vida a El Viejo Jotavich). que me preguntaba. ¿Cómo te llamas?

Y yo respondía Jesús, Jesús

El Doctor miró a sus colegas y dijo: ¡Esta muy mal! Dice que se llama Jesús.

Sus colegas le contestaron: No, no, está bien, él se llama Jesús.

 Y colorín colorado esta historia se ha acabado.

 Moraleja:

 1 Jesús no es un nombre común para las personas en Rusia.

                                                             Jesús


ERAN TRES

Eran tres ancianas y vivían solas en una casa del centro de la ciudad de Jesús María, una casa como muchas de las de ahí: una fachada que la hace suponer pequeña, pero que esconde una construcción alargada hacia el fondo; al costado del portón de entrada, tras una verja, un jardincito lleno de flores; un patio trasero con uno o dos árboles; un cuarto en el segundo piso y un pedazo de azotea libre para el perro, que ellas no tenían.

Si un transeúnte pasaba despacio y se quedaba  mirando las flores, podía escuchar silbidos, trinos, cloqueos, chillidos, parloteos, zumbidos y aleteos que parecían provenir de una invisible, quizás encantada, pajarera.

Los repartidores del gas contaban que la mayor parte de la casa era un zaguán, donde colgaban las jaulas, y un enorme tragaluz le daba claridad tamizando al mismo tiempo el sol del mediodía. En el centro, donde una fuente susurraba, había maceteros con plantas y pequeños arbolillos, y bajo ellos, una estaca en la que reposaba un tordo muy hablador.

Los del gas, los más enterados porque su oficio les permitía entrar hasta el patio del fondo, platicaban que un burro y varios cóconos lo habitaban. Uno de los repartidores afirmaba que una vez alcanzó a distinguir una iguana en un árbol que allí había y otro que no, que lo que se veía en el árbol, un pirul viejo, por cierto, era un tlacuache.

¿Burros y cóconos en un patio de una casa céntrica? ¿Un zaguán lleno de jaulas con tortolitas, torcazas, cenzontles, canarios, calandrias, azulejos, petirrojos, periquitos y muchos más? ¿Una fuente con ranas y tortugas? ¿Una iguana y un tlacuache en un pirul? ¿Un tordo suelto por la casa? ¿Y todo eso en el centro de Jesús María? Bueno, en pleno centro también se hallaba una talabartería en la que los dueños mantenían a tres borregos y una cabra a la vista de los jesusmarienses, probablemente para reforzar la idea de que sus artículos de cuero eran los más útiles en un rancho.

En aquella época los pajareros recorrían las ciudades y los pueblos ofreciendo su mercancía y los vendedores de pájaros cantores nunca faltaban en los mercados, tampoco era extraño que alguien vendiera de casa en casa animalitos traídos del monte y si querías alguno en especial se lo podías encargar. A nadie le importaba qué animales tuvieras en tu casa o en tu tienda. Y las costumbres de aquel tiempo estipulaban que tampoco debía importarle a nadie lo que las tres señoritas criaban en su casa, así fuera toda una recua de burros, mientras no molestaran a los demás...

La curiosidad y una vida demasiado tranquila hacían que los vecinos escucharan boquiabiertos a los del gas o a los del agua. Que las señoritas eran hermanas, murmuraban... Que el tordo lo había traído un sobrino del otro lado, que hablaba inglés y que ellas le entendían únicamente “bay”; que vaya ocurrencia adoptar uno gringo habiendo tantos en la alameda... Que la iguana se la habían comprado a unos albañiles que pensaban comérsela... Que al tlacuache lo habían curado de una herida y se quedó; que era algo travieso, pero que ellas lo conservaban porque su abuelo, imagínense cuándo, decía que el tlacuache era el guardián del hogar... Que la casa estaba muy limpia y los animales bien cuidados... Que deberían levantarse muy temprano porque cuando ellos pasaban, los del gas o los del agua, ya estaba todo recogido...

Las señoritas tenían fama, pues, de mujeres muy hacendosas, aunque retraídas. No se les conocían amistades ni parientes, aparte del mentado sobrino, a quien nadie llegó a ver. Se decía que eran muy educadas y caritativas, siempre ayudaban a los necesitados, ya fuera con comida o con una moneda. Eso y su zoológico debe de haber sido lo que las perdió, porque alimentar a un animal, incluso entonces, ya salía caro.

La casa estaba en una esquina y al lado solo había una finca abandonada a la que seguían cuatro tiendas, así que los rebuznos del burro madrugador realmente no eran muy molestos para el vecindario, si acaso despertaban a los pájaros de la alameda que estaba enfrente.

Un domingo por la tarde, una familia que paseaba precisamente en la alameda oyó mucho alboroto en la casa de las señoritas y avisó a la policía. Cuando los agentes la abrieron, encontraron a dos apuñaladas en el zaguán y a la tercera colgada del pirul.

En ese tiempo los crímenes no eran habituales y ese caló fuerte en Jesús María. No hubo quien no viera con sus propios ojos el portón abierto y no escuchara el griterío de los pájaros. Lo que más llamó la atención a los primeros que llegaron fue que el tordo, con las plumas esponjadas, se meciera sobre su estaca hacia adelante y hacia atrás como si se hubiera vuelto loco; estiraba el cuello hacia arriba y de tanto en tanto sus ojos de un amarillo rabioso parecían buscar algo entre la muchedumbre, luego abrió el pico y chilló sendas parrafadas en inglés, según unos, en náhuatl, según otros, porque resultó que no era un tordo corriente, sino un zanate, o sea, un pájaro divino como los llamaban los antiguos mexicanos; los más fantasiosos dijeron que el ave quería contar lo que ocurrió y que a los pies de su estaca se podían ver los pelos arrancados a los asesinos. De cualquier forma, en aquel entonces no se hacían análisis de ADN, así que la policía no logró descubrir nada.

Para sepultarlas se hizo una colecta y con el paso de los años, cuando las autoridades entendieron que nadie vendría a reclamar la finca, decidieron convertirla, junto con la otra abandonada, en un jardín de aves, o como se llame, que se puede visitar y que junto con el sepulcro de las señoritas constituyen dos de los lugares más visitados en esta época de turistas ávidos de cosas raras (y morbosas).

Así me lo contaron en Jesús María.

HG


La presa

 Esta historia ocurrió en uno de los parques de la ciudad N, el miércoles, poco después de medianoche.

Un hombre caminaba bamboleándose de un lado a otro, como un marinero en tiempos de tormenta. Cualquiera que lo viera a esa hora tan tardía podría decir con seguridad que el caballero estaba completamente ebrio. Sin embargo, el parque estaba vacío, por tanto, no había nadie que lo acusara de comportamiento inapropiado.

De repente, como suele ocurrirles a los borrachos, tropezó con el aire y cayó al suelo. Habiéndose encontrado en una posición horizontal, que en su mente estaba asociada exclusivamente con una cama, el hombre se relajó y se quedó dormido. Se hundió en un sueño muy profundo, de esos que solo experimentan las personas justas y los alcohólicos.

En ese mismo instante un can que lo había estado observando durante mucho tiempo salió corriendo de entre los arbustos. Olfateó al hombre y se lamió el hocico con placer. Ese día tendría algo de que sacar provecho. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la carne humana; últimamente la cosa se había puesto muy difícil. Hay que precaverse, mirar constantemente a todos lados, tener cuidado de que algún cazador no ponga una soga metálica alrededor del cuello o añada veneno a la comida esparcida escasamente bajo los árboles. Sin embargo, ahora el hecho estaba casi listo: faltaba solo llamar a sus compañeros de la jauría, que estaban recorriendo los vertederos de basura allí al lado, antes de que el hombre recobrara el sentido.

Justo cuando el can quería alejarse del cuerpo inconsciente, apareció una rata. Mejor dicho, ratas, toda una turba, una enorme colonia de roedores de cola rosada, encabezada por la más grande y la más gorda. El perro parpadeó varias veces confundido, sin creer lo que veía: estaba dispuesto a jurar que el líder, este “rey de las ratas”, era del tamaño de un gato. Tratando de asustar a los huéspedes no invitados, enseñó los colmillos y dejó escapar un rugido aterrador, pero las ratas no se inmutaron por su intimidación. En respuesta, mostraron sus dientes, sus incisivos amarillos, erizaron su pelaje y chillaron estridentemente. Sus ojos brillaban con el fuego de la peste de antaño. También ansiaban la carne humana y no pensaban retirarse.

El can reflexionaba a toda prisa, calculando en su cabeza si sería capaz de combatir a esa multitud de ratas voraces. No se dejó engañar, sabía que ya era demasiado viejo y que era poco probable que pudiera derrotarlas. Sin embargo, podría haber aullado, comenzado a ladrar, y entonces, tal vez, otros perros habrían venido corriendo en su ayuda, pero...

—¡Cra-cra! —El grito de un pájaro interrumpió sus pensamientos—. ¡Cra-cra!

El can se dio la vuelta y vio un cuervo negro sentado sobre la panza del hombre. Al igual que su antepasado lejano, a quien Noé esperaba en el arca con noticias, este carroñero urbano se posó sobre un cuerpo indiferente, aguardando su posible fin. A voz en grito convocaba a sus camaradas, a sus hermanos, y ellos acudieron a su llamado.

—¡Cra-cra! —Hacían eco numerosos cuervos; también tenían algo que decir.

Y comenzó la lucha. Las bestias gruñían, graznaban y chillaban, demostrando su razón, disputando su derecho a poseer esta presa aún viva. Los animales vendían la piel del oso antes de haberlo cazado, es decir la piel del hombre. Si hubieran sido más sensatos, se habrían dado cuenta de que había suficiente carne para todos. Pero, por desgracia, son iguales que la gente, o la gente es idéntica a ellos: la codicia era un veneno que destruye a todos sin excepción. En medio de los gritos y las peleas, no se dieron cuenta de cómo el hombre volvió en sí.

Al principio su cuerpo se estremeció un poco, luego se dejaron oír unos gemidos y ronquidos apenas audibles, y después de su boca abierta, como de la boca de un volcán, brotó un chorro de vómito: los restos de la comida del día anterior mezclados con bilis. Espantosamente abrió los ojos y se dio la vuelta sobre un costado, tratando de no ahogarse.

Por el movimiento brusco los pájaros salieron volando y las ratas se desbandaron en varias direcciones. Al lado del hombre solo quedó el can.

Ya sea por desesperación o por enojo, el can gruñó enfadado, amenazando al hombre en su lenguaje canino con crueles represalias. Bramaba y ladraba, insultándolo con las expresiones más viles, porque despertó demasiado pronto y arruinó todo su festín. Pero el hombre, como es costumbre entre la gente, no entendió sus palabras. Con mucha dificultad se levantó del suelo, le dio varias palmaditas al can en su peluda cabeza y dijo con la lengua trabada:

—Gracias, chuchito, por cuidarme, por protegerme. No en vano dicen que el perro es el mejor amigo del hombre.

El can se enfureció ante tal familiaridad y trató de morder la mano del hombre con sus colmillos blanquecinos.

Entonces el hombre gritó:

—¡Maldito desgraciado! ¡Fuera, pulgoso!

Y le dio una patada en las costillas con todas sus fuerzas.

El perro gimió lastimeramente y comenzó a temblar con su cuerpo huesudo. Escapando de la paliza, corrió de nuevo hacia los arbustos. Y el hombre siguió bamboleándose por el parque, como un marinero en tiempos de tormenta.

María


Nacimiento

Era extraño ver pasearse por aquella ciudad a una mujer tan dolorosamente bella. A su paso, se oía una tenue melodía que alteraba el corazón de los varones. Al mirarla, se les borraba la vista y se sentían enloquecer de pasión. Ella seguía andando majestuosa sin reparar en los pobres infelices que caían a sus pies. Iba ensimismada, gozando de algún placer desconocido. Hacía calor y la brisa del mar llegaba como rocío salino, poco refrescante. Su paso era armonioso y las bandurrias desde la lejanía alegraban el canto del mar.

“Es una sirena —dijo una mujer tapándose los oídos —, por eso ningún hombre la puede resistir. ¡Oh, Ulises! ¡Ayuda a nuestros maridos y amantes a soportarlo! ¡Átalos al mástil de tu barco, amado argonauta, para que no se dejen seducir!”.

Era acuática la mujer y disimulaba con una capa dorada su cola de pescado que se había reducido a menos de la mitad. Llevaba un vestido blanco y una corona con incrustaciones de rubies. Avanzó por una calle amplia que conducía al templo de Gaia. Se veía desde lejos la enorme estatua de una mujer sentada con un vientre exquisitamente redondo con dos astros, uno a la izquierda y otro a la derecha.

Salieron a su encuentro un caballo blanco, un perro marrón y una gata sin pelo. Ésta última era especial, pues tenía unos ojos muy grandes y expresión casi humana. Su aspecto era majestuoso y podía hablar.

Masoperes ut rapa mastreu ut pirata —, dijo la gata frotándose contra la túnica de la bella sirena.

—Pequeña, no entiendo lo que dices, ¿por qué no tratas de explicármelo mejor?

La gata miró a sus compañeros que permanecían mudos y con la mirada fija en aquella mujer tan seductora e hipnótica.

— Masoperes ut rapa mastreu ut pirata —repitió el gato levantando las orejas, mirando fijamente rostro de la bella mujer.

Ella desconcertada, trataba de encontrarle algún sentido a las palabras del pequeño animal que permanecía sentado e inmóvil. Miró hacia el templo y le rogó a la diosa Gaia que le ayudara a descifrar esas palabras tan raras. Entonces una voz llegó de la lejanía y le aconsejó que le hablara más al gato para poder descubrir el mensaje oculto de su idioma.

—¿Cómo te llamas, pequeña mía?

—Im bronem se Bsat, vonge ed Egotip, osy al daiso. Toproje le garho y bosimlizo al aglería ed riviv.

La sirena tuvo un pequeño chispazo de lucidez, un relámpago que la llenó de alegría y le pidió a la gata repetir lo que había dicho.

— Im bronem se Bsat, vonge ed Egotip, osy al daiso. Toproje le garho y bosimlizo al aglería ed riviv.

Entonces la palabra aglería le pareció similar a alegría y su intuición le despertó un interés infantil que iluminó su rostro con una sonrisa y a continuación dijo:

—Osy Behe, al daiso ed al tuvenjud.

Los tres animales expresaron su alegría con un relinchido, un ladrido y un ronroneo. Comenzaron a girar alrededor de la bella dama marina y le indicaron que tenía que ir al templo de Gaia y con paso tranquilo escoltaron a su huésped. La gata no dejaba de explicarle a su invitada el objetivo de su misión. La gente, poco a poco, se fue acercando al templo. Las mujeres caminaban con precaución, la mayoría iba ataviada con hermosas túnicas blancas, llevaban coronas de laureles, el pelo recogido y en las manos algunas sostenían aromáticas flores. Se empezó a propagar un cántico. Las voces femeninas hacían estremecer a los demás habitantes. A las puertas del templo se encontraban unas jóvenes que al ver a la sirena se pusieron de rodillas y, en actitud sumisa, esperaron la bendición de la hermosa visitante. La sirena las bendijo con un movimiento de las manos y entró al santuario.

El interior era diáfano y fresco. Una sacerdotisa le indicó a la sirena que se acercara.

—Bienvenida seas, Hebe, hermosa diosa de la juventud. Esta es tu casa.

—He acudido al llamado de mi gran señora Gaia, estoy lista.

Un coro formado por las jóvenes que habían recibido a Hebe, cantaba:


“En el profundo abrazo del mar,
donde el celeste del cielo se pierde,
una sirena canta con tierno fervor,
tejiendo armonía, que al alma no muere.

Sus notas, fanfarrias de espuma y cristal,
despiertan al hombre que busca su estrella.
En Panelos, la tierra del mito y la sal,
halló la buenaventura, su joya más bella.

El mar le susurra un canto de amor,
un eco profundo que al mundo embriaga.
La sirena, del cielo, con suave clamor,
promete felicidad que nunca se apaga”.


Al término de la canción, Hebe se subió a un pedestal y se despojó de su ropa. Quedó tal y como era en el mar, se quedó inmóvil, miró hacía la estatua de Gaia y dijo:

“He aquí, madre mía, la hija que será el símbolo de la ciudad, la bautizo con el nombre de Panelos para que la gata, portadora de la nueva buena, se la llevara a su reino. Bendita seas, madre, por haberme dado la oportunidad de ser tu gloria en la tierra.

Poco a poco, Hebe se fue petrificando, se transformó en una figura de malaquita. Era una hermosa sirena con una bandurria y miraba hacia el cielo como si estuviera recordando algo.

A partir de aquel día todas las mañanas se cantaba en el templo la canción de la fundadora de la ciudad costera de Panelos, cada año se celebraba una fiesta para festejar el encuentro de la diosa Bast cuidadora del hogar con Hebe la de la áurea corona y la juventud eterna. La ciudad es pródiga y gracias al esmero de su protectora hay abundancia, progreso y dicha. 

JC

lunes, 7 de abril de 2025

RETO 2


 Escribir un cuento con las palabras policía, enfermera mensajero.

El género es libre, así como el número de personajes.

Reto adicional:

La escena o historia puede transcurrir en un lugar cualquiera de una gran urbe.  

El número máximo de palabras es de 1000

🗓 Fecha límite de entrega: 28 de abril.  

¡Manos a la obra! El mundo necesita tus palabras.  

envía tu texto a:

cristobaleh@hotmail.com


CRISIS

 Los Ramírez tenían una hija que soñaba con seguir los pasos de su madre y apuntarse, de mayor, en la misma escuela de enfermería; pero pronto se dieron cuenta en casa de que la niña nunca podría ser una buena enfermera: no es que le diera miedo la sangre o alguna herida infectada, más bien parecía sentir asco. Era obvio que no tenía paciencia incluso cuando jugaba con sus primos y todos “caían en cama víctimas de alguna epidemia desconocida”. Al oírlos jugar, su mamá le decía: “Ay, Bertita, si fuera de verdad ya todos se te hubieran muerto; no, hija, no les grites ni te enojes, una enfermera debe ser más humilde y servicial”.

Ella no quería ser humilde ni servir a nadie, lo que deseaba era destacar. Y ya lo hacía en casa, donde su madre siempre acababa cediendo en lo posible y su padre prefería desaparecer cada vez que a su única hija se le ocurría pedir algún imposible.

Así fue creciendo. A los diecisiete años se le había pasado por completo el amor por la enfermería, pero seguía sintiéndose atraída por los uniformes. Un día, sin avisar a nadie, decidió asistir a un curso de orientación vocacional que organizaba la policía de la ciudad. Allí les informaron que cualquier ciudadano con estudios de bachillerato podía presentar su solicitud, siempre y cuando cumpliera con los demás requisitos exigidos, entonces se enteró de que su estatura no llegaba al mínimo indispensable para aspirar a formarse como mujer policía.

El drama en casa fue inmenso, su madre intentó consolarla, le dijo que aún tenía tiempo, incluso para crecer algunos centímetros, y si no fuera así, pues había otras profesiones. Por su parte, el señor Ramírez, soportó sus berridos una hora y finalmente dijo que tenía que hacer un viaje de negocios urgente, que lo esperaban esa misma noche en Saltillo y también tenía que visitar las sucursales de Monterrey, Matamoros y Tepic, que seguramente estaría fuera unos diez días.

A su regreso la familia lo recibió con la sorpresa de que Berta había abandonado los estudios y estaba en un retiro espiritual pensando seriamente en seguir los pasos de alguna ilustre misionera. El señor Ramírez no pudo ocultar la contrariedad que sentía, ya que a su hija le faltaba solo un semestre para acabar el bachillerato, incluso estuvo tentado de emprender otro viaje, pero decidió esperar a que volviera su hija, “alias madre Teresa”, y prometió que se haría devoto del santo que le hiciera el milagro de apaciguarla.

No fue un santo, fue un simple mensajero al que ella conoció en la comunidad donde se había organizado el retiro espiritual de ese año. El muchacho se llamaba Agustín, era de familia humilde y trabajaba en una empresa de mensajería, una de esas de nombre internacional; el empleo le permitía ayudar un poco a sus padres y hermanos y pagarse los estudios. Estudiaba para Químico Farmacéutico en un instituto de la ciudad y había logrado convencer a Berta de que no era justo que desaprovechara la oportunidad que tenía: después de terminar el bachillerato, le había dicho, podría escoger entre muchas carreras técnicas bastante cortas, si no tenía ganas de matarse estudiando.

De lo que Berta tenía ganas era de convertirse en alguien que sobresaliera en su ámbito, pero no se lo dijo a Agustín, tal vez por miedo a que reaccionara como su padre. Agustín fue su novio y su gurú durante esos meses, pero el día de su graduación no pudo acompañarla porque tenía que trabajar y ella sintió que en realidad no era tan importante para él.

 

Ya hace un año que Berta trabaja en una fábrica de automóviles. Maneja un pequeño autobús en el que transporta a los ejecutivos de la empresa, casi todos extranjeros. Bertita, como ellos la llaman, destaca por su impecabilidad en el vestir y sus buenos modales. A sus padres los ve muy poco.

HG


En una fiesta

El antro estaba lleno de gente. Dos pisos de puros vampiros, héroes de Marvel, monjas disolutas y brujas de toda clase. Sofía miró a su alrededor y vio a Toño llamándola con la mano. A duras penas logró abrirse paso entre las personas que bailaban alegremente. Se acercó a la barra y saludó a sus amigos.

—No es muy original —comentó el hombre, mirando a Sofía de arriba abajo.

            Ella se encogió de hombros. Toño estaba vestido con un traje de marinero americano; Anita y Fred pretendían ser Harley Quinn y el Joker.

Sofía se alisó el uniforme verde, se ajustó la placa médica en el pecho y se puso la cofia de enfermera.

—Acabo de salir de mi turno, así que no tuve tiempo de cambiarme… ¿Qué vamos a tomar? —preguntó la muchacha para desviar la conversación.

Los amigos pidieron cuatro mojitos, chocaron sus vasos ruidosamente para celebrar el encuentro y bebieron varios tragos grandes.

Un par de minutos después, un tipo desconocido se acercó al grupo. Sonrió ampliamente y, diciendo “para la enfermerita más linda de este bar”, le entregó a Sofía un trozo de papel.

—¿Qué es esto? —preguntó la chica con tono de disgusto.

—¡No maten al mensajero! —se rio el tipo levantando las manos—. Esto es de mi amigo, ahí está...

Ella miró en la dirección que señalaba el mensajero. Allí, con los pies separados al ancho de los hombros y las manos en las caderas, estaba un joven de baja estatura vestido con un traje de policía. Al ver que Sofía lo miraba, bajó sus lentes hasta la punta de la nariz, acarició la pistola falsa que colgaba en su cintura y le lanzó una mirada borracha.

—Lo que me faltaba —suspiró Sofía.

Desdobló el papel y leyó el mensaje garabateado: “Apenas te vi, mi corazón se paró un par de segundos, la cabeza me dio vueltas, me flaquearon las piernas y casi perdí el conocimiento. ¿Crees en el amor a primera vista? Yo sí, después de encontrarte…”.

Sin pensarlo dos veces, Sofía sacó un bolígrafo de su bolsa y, apoyándose en la barra, escribió una respuesta: “Joven, me temo que ha descrito los síntomas de una arritmia. Le aconsejo que consulte a un cardiólogo lo antes posible y que también se haga un electrocardiograma, una ecografía y una ecocardiografía. Los problemas cardíacos no son broma”.

La muchacha le pasó la respuesta al mensajero y acabó su mojito de una vez. Luego pidió el otro.

                                                                        María


La entrega fallida

El mensajero llegó al sitio que le habían indicado. No encontró a la persona que debía recibirlo y, desconcertado miró a los lados, tocó de nuevo el timbre del anticuario y esperó nervioso. “No te preocupes, mano—le había dicho Arturo—, ese guey, El Harry, es buena onda, cuando llegues ya estará esperándote y te pedirá el sobre, revisará el contenido, sacará un billete de cien, te lo dará con una sonrisa y se meterá de nuevo a su tienda”.  Lo importante era no desesperarse, pues las personas no son máquinas ni relojes. Tal vez Harry estaría ocupado, o en el baño, o atendiendo una llamada.

Pasaron cinco minutos, le había dado tiempo de ver la decoración de la fachada que tenía un nombre con letras doradas y una pequeña estatua de un dios egipcio con cuerpo de hombre y cabeza de halcón. La puerta de madera era muy gruesa y estaba un poco vieja. De pie y con el sobre en las manos se sentía desamparado. La gente pasaba a su lado y tuvo que pararse junto a su bicicleta para evitar que lo empujaran o le echaran miradas de pistola por estorbar.

De pronto le surgió la duda. “¿Y si no sale?”—se dijo con temor—. Una voz en su interior le dijo que no había por qué preocuparse, que ya saldría y le daría los cien verdes, que podría comprarle un regalo a Paquita y la podría invitar a tomar un café y después…, bueno, después ya se vería más claro. Cogió su buscapersonas y miró si había algún mensaje. No había nada. Por un instante se sintió suspendido en un espacio desconocido en el que la realidad era una ilusión y se distorsionaban las cosas. Esa alteración cuántico física o físico cuántica lo condujo de nuevo a la puerta. Esta vez no tocó el timbre, sino que empujó con fuerza. Para su asombro cedió. Se abrió de par en par, entonces miró con curiosidad y sus pasos lo condujeron al interior. Estaba oscuro un poco. Decidió seguir hasta lo que parecía un despacho. Preguntó si había alguien, pero solo le respondió el silencio.

¡Qué raro! —se dijo a sí mismo mirando con curiosidad—. Son las once de la mañana. Ya debería haber alguien aquí. Pero aquí hay más barullo que en una catacumba. Se oyeron unos pasos detrás. Se volvió y se encontró con un policía que le apuntaba amenazándolo.

—¿Qué hace aquí? !Arriba las manos!

—¡No dispare, por favor!!Solo he venido a dejar este sobre! —dijo agitando el sobre amarillo que sostenía con la mano izquierda.

El oficial, acompañado de un detective le indicó que no se moviera de donde estaba. El obedeció. Abrieron una puerta y salió un olor muy desagradable, intenso y putrefacto. De pronto, se le nubló la vista y perdió el conocimiento. Despertó en un hospital. Recuperó la conciencia y empezó a buscar el sobre amarillo, pero no estaba. Al lado una enfermera lo miraba con atención.

—¿Dónde estoy?

—No se preocupe. Lo han traído hace una hora y le hemos administrado un calmante.

—Pero, ¿qué ha pasado? ¿qué me sucedió?

—No lo sé, se lo juro. No puedo decirle nada porque cuando empezó mi turno usted ya estaba aquí.

En unas horas lo dieron de alta y regresó a la oficina de reparto de paquetería para ver si debía hacer alguna entrega más. Lo recibió Arturo con una sonrisa.

—Orales, mi chavo, ¿qué te pasó, mi buen?

—La neta no lo sé, guey. La verdad, me desconecté allí en la tienda de antigüedades y luego aparecí en un hospital.

No había entregas pendientes y el jefe le dijo que se fuera a descansar, que podía regresar al día siguiente si se sentía con fuerzas para trabajar.

Eran las seis de la tarde cuando llegó a su casa. Se preparó unos huevos con salchichas y frijoles. Comió con avidez y al terminarse el café lo comenzaron a asaltar las preguntas. Era como si después del desmayo la distancia entre su yo interno y él, se hubiera agrandado mucho. Su voz le sonaba menos grave, era menos vibrante y las palabras no se entendían muy bien. “¿Qué me está pasando? ¿Qué carajos pasó en ese maldito anticuario? Ni me dieron la lana, perdí el sobre y me desmayé como un marica.

Con bastante dificultad concilió el sueño y al día siguiente se despertó tarde. Se duchó y decidió ir a ver a Paquita. Sabía que no la podría invitar el fin de semana a cenar a algún sitio por los desvanecidos cien dólares. ”Me lleva la chingada…Sí me hubieran dado la lana habría podido invitarla a cenar y luego la habría convencido, estoy seguro que habría aceptado, pero y ¿ahora qué? Pues, apechugar, mi cuate”.

Llegó a la cafetería en la que trabajaba Francisca. Ella estaba atendiendo una mesa cuando el entró. Sus ojos se centraron sin querer en sus caderas y suspiró. Tomó asiento en una de las mesas de la entrada. Unos minutos después ella le preguntó si ya se había enterado de lo del Harry Rich.

—Pues, la verdad, no sé nada. No he oído las noticias desde ayer.

—Pues, no lo vas a creer, pero ese presentador que ya lo ves tan sonriente y amable en sus programas, resultó ser un criminal. Mira, ya van a empezar las noticias. ¡Ojo!

Francisca le dio la espalda, él solo la miró ilusionado, pero luego levantó la mirada y vio a la presentadora de la cadena CNN. Mostraron el anticuario con su dios egipcio y su puerta vieja, luego un reportero comenzó a dar los pormenores de los asesinatos que se habían perpetrado en ese local.

JC

sábado, 5 de abril de 2025

RETO 1


Escribir un cuento con las palabras esmeraldapétaloslluvia y amor.

El género es libre, así como el número de personajes.

Reto adicional:

La escena o historia puede trasncurrir en un lugar inhóspito y los personajes fantásticos o fuera de lo común.  

El número máximo de palabras es de 1000

🗓 Fecha límite de entrega: 12 de abril.  

¡Manos a la obra! El mundo necesita sus palabras.  

envía tu texto a:

cristobaleh@hotmail.com


La cura

No solo había perdido la concepción del tiempo, también había desaparecido su voz de barítono que desde la adolescencia lo había torturado tanto. El problema era que las palabras ahora se distorsionaban y lejos de entenderlas, las imaginaba. Los verdes bosques y transparentes ríos se dibujaban como verdes bosqueados y transparencias ríantes. Lo entendía, pero no era capaz de imaginarlo, era como si la lógica se hubiera retorcido. Caminó hacia el lago donde se había encontrado la primera vez con Olivia y el esmeralda de sus ojos lo había obsesionado locamente.

El camino era recto, pero al andar las agitaciones se hojeaban, los trinos se pajareaban y las parvadas de acantistidos, la especie de aves más bella, giraban como esferas de plumas siguiendo las trayectorias de las bolas de beisbol. El aire estaba tibio y su roce con las afiladas piedras se convertía en silbidos terrosos. En lo profundo del bosque distinguió las luces celestes que emitían rayos fosforescentes como cerillas mojadas en la noche. Lo que más lo asombró fue que al bajar la vista buscando los pétalos de las flores silvestres, se encontró con unos helechos felpudos como caracoles. Una lluvia de polen le nubló la vista. 

Algo no andaba bien. Esos efectos de quimioluminiscencia, esos caracoles peludos y la voz muda nunca se habían incluido antes. Siguió adelante sin sentir los pies, sin ser consciente de su cuerpo. Era guiado por la inercia. Se acercó a la orilla ocre de la albufera y la vio. Olivia caminaba despacio. Llevaba un maorí nuevo que hacía destacar su figura. John se estremeció un poco y se detuvo para apreciarla mejor. La había perdido hacía unos años y no quería dejarla ir de nuevo. Ella lo reconoció y fue a su encuentro. Su pelo largo se agitaba con el viento, sus hermosas piernas iban dejando un camino dorado de granos. De pronto, ella comenzó a hacer muecas y lo llamó Ariki. “Mi jefe, piedad, mi jefe, piedad”—gritaba ella acercándose sin dar crédito a sus ojos.

El encuentro no fue placentero. Los arroyó una avalancha de amor acre y enfermo que despertó el brillo del sol y los destellos de las estrellas acuáticas que danzaban como pequeñas bailarinas. En un abrazo permanente se quedaron en la hierba hasta que se retiró el sol. No intercambiaron palabras, pero John sabía que le había concedido el perdón. Podría estar tranquilo en el futuro, aquel acto noble lo redimiría.

Se sentó y miró el horizonte. Reinaba la calma y sentía la felicidad. No podía entender cómo había sido capaz de cometer un acto tan brutal en el pasado. De pronto, su vista se apagó. En un breve espacio de tiempo fue teletransportado a una cama. Estaba de nuevo en el consultorio. No quiso abrir los ojos y escuchó la voz del hombre que estaba junto a él.

—Lo siento, estimado John—dijo con voz tranquila—, el tiempo se ha terminado, pero hemos podido llegar a ese lugar y librarnos de ese suceso traumático. Es un gran logro, ha puesto mucho de su parte.

—Sí, Dr. Es verdad, ya no siento el remordimiento.

—Sí, John. He de decirle que hubo un pequeño problema con el programa. Por un momento hubo una interferencia que afectó el envío de datos y es posible que haya escuchado cosas raras e ilógicas.

—Lo noté, sí que lo noté, pero me vi imposibilitado totalmente, aunque no fue desagradable. Fue una sensación extraña.

—Le prometo que no volverá a pasar, aunque tal vez…Bueno, usted me entiende John…

—Sí es verdad, Dr. Creo que no tendría sentido someterme a más viajes de estos.

—Pues, bien, querido amigo. Le agradezco que haya tenido tanto valor y paciencia.

—Era el deseo de olvidar aquel suceso tan triste. Ahora, por cierto, no siento nada al recordarlo, incluso creo que poco a poco lo olvidaré.

—Eso es una muy buena noticia, además podrá estar seguro de que ya no cometerá más asesinatos. Vaya en paz.

John sonrió, esperó pacientemente a que le desconectaran el casco con los electrodos. Se incorporó, se quitó la bata, se vistió, le estrechó la mano al doctor. Salió tranquilo, sus pasos se aligeraron y no pudo echar a correr. Dos guardias lo estaban esperando. Lo esposaron y lo subieron a una camioneta. En el trayecto John llevaba la vista fija en sus manos. Respiraba tranquilo y pensó que por fin podría cumplir su condena en paz.

JC



“Colonizadores”


Esa mañana él se despertó más temprano de lo habitual. Tratando de no hacer ruido, se levantó de la cama y de puntillas fue a la cocina. Las amplias ventanas de su bioestación espacial ofrecían una vista maravillosa de toda la zona. Los numerosos soles aún no habían salido y era agradable observar el cielo alto, que brillaba en tonos púrpura y naranja.

Vertió agua caliente en una bolsita etiquetada como "café" y puso los pétalos de frutas liofilizadas en un plato. La comida espacial era repugnante, pero era el único desayuno en la cama que podía prepararle allí.

Pronto sonará la alarma y ella se despertará para conquistar un nuevo día. Tan decidida, tan perseverante... Durante dos décadas la había seguido por los lugares más inhóspitos. Había recorrido desiertos donde el calor insoportable hacía derretir el cerebro y derramar los ojos, había vivido en selvas tropicales donde la lluvia interminable enmohecía hasta los huesos, había subido a las cimas de las montañas más inaccesibles y había descendido a las profundidades de los océanos del mundo. Y ella siempre igual: una conquistadora incansable, una pionera indomable; siempre en el centro de atención, siempre rodeada de un sinfín de hombres.

Hace unos meses ella se inscribió a una misión de colonización. Naturalmente, él fue con ella. Su objetivo era encontrar algunos organismos vivos en este planeta distante, y aparentemente exánime. Vivirían uno al lado del otro, compartirían la cama y el techo, se convertirían en Adán y Eva en ese mundo lejano que, un día, cuando la Tierra finalmente caiga en desuso, podría convertirse en un paraíso para toda la gente. Su misión durará tres años, aunque en caso de éxito podrán regresar antes...

"En caso de éxito...", él se rio para sí mismo.

Cerca del tubo de mermelada de frambuesa, un escarabajo con alas de color esmeralda se arrastraba lentamente, moviendo sus patas. Sin dudar, lo aplastó con el pulgar. Luego limpió los restos del caparazón y las entrañas con una servilleta.

Al final de cuentas, para él el amor siempre fue más importante que la exploración espacial.

María :)


Esmeralda

Se llamaba Esmeralda. No era nada raro para un periquito de color verde. Su primer recuerdo era el calor y la suavidad de su madre. La acurrucaba con su barriga plumosa y cálida. Ese calor era amor verdadero. La mimaba y le rascaba suavemente con su pico. Cuando Esmeralda pudo abrir los ojos y ver por primera vez a su madre, adivinó la claridad de su plumaje. Era el mismo que el cielo de verano. Esmeralda y sus hermanos crecieron rápidamente. Siempre tenían hambre y por eso piaban sin parar. En unos pocos días, pasaron de parecer rosados dinosaurios a ser pajaritos de colores. Todos eran iguales, del color del cielo de verano, como su adorada madre. Y solo Esmeralda se volvió de color verde.

El nido se quedó demasiado pequeño para la familia, que crecía tan rápido. Esmeralda y sus hermanos se amontonaban cerca de la salida del nido, pero nadie se atrevía a salir. El mundo fuera del nido era muy divertido, pero también aterrador: era frío y luminoso, muy distinto de su hogar. Su mundo estaba limitado por barrotes. En ese momento, Esmeralda todavía no sabía que vivía en una jaula.

Su madre empezó a pasar mucho tiempo fuera del nido y a traer cada vez menos comida. Un día, Esmeralda se atrevió a salir. Extendió sus pequeñas alas y saltó… pero cayó al suelo de la jaula. El pecho y las patas le dolieron mucho. El mundo fuera del nido era atroz. De pronto, apareció alguien enorme. Unos tentáculos rosados y rugosos se metieron en la jaula, agarraron a Esmeralda y la pusieron de vuelta en el nido. Ella estuvo a punto de morir de terror. En el nido, sus hermanos la rodearon. «¿Quién era?», le preguntaron«El de la piel rugosa», respondió Esmeralda.

Los días pasaban rápido. Los hermanos y Esmeralda ya no se diferenciaban mucho de su madre. Ya volaban con habilidad, comían mijo sin ayuda y huían ágilmente de los tentáculos rosados que les llevaban comida y agua a la jaula. Una vez, Esmeralda, armándose de valor, se sentó sobre uno de los tentáculos. Era cálido, pero no tanto como los periquitos. Intentó picarlo, pero no pudo arrancar ni un pedazo. El de la piel rugosa se alejó y volvió con una espiga deliciosa. Esmeralda se la comió entera. Ese fue el primer día en que oyó su nombre. A sus hermanos les daba miedo no solo sentarse sobre los tentáculos, sino incluso acercarse a ellos. Desde entonces, comenzó una amistad. Los tentáculos obsequiaban a Esmeralda con algo rico cada día. A ella le gustaba jugar con ellos: fingía atacarlos y los mordisqueaba con su pico, pero con mucha suavidad.

Un día, el de la piel rugosa no vino solo. Lo acompañaban otros seres enormes. Uno de ellos no era tan grande, pero se comportaba de modo extraño: corría, hacía ruidos e incluso golpeaba los barrotes con sus pequeños tentáculos. Al final, metió uno en la jaula. A Esmeralda no le dio miedo. Sin pensarlo, se acercó y se posó en él. Lo que pasó después fue un horror: los tentáculos pequeños la agarraron y la sacaron de la jaula. El corazón de Esmeralda latía con fuerza. Para defenderse, los mordió con toda su furia. Los tentáculos se abrieron, y ella escapó. Pero no tardaron en atraparla y meterla en una caja. Esmeralda intentó salir, gritando desesperada. Oyó los gritos aterrorizados de su madre y sus hermanos. Oyó que el de la piel rugosa la llamaba por su nombre… y todo se oscureció.

La llevaron en la caja, y ella permaneció callada. La metieron en una jaula nueva, y siguió en silencio. Ni siquiera emitió un sonido cuando le dieron las espigas deliciosas. Su nueva jaula estaba junto a la ventana. Cada día, las bandadas de gorriones cantaban alegremente unas melodías sencillas, pero ella se mantenía mudaLos de la piel rugosa perdieron el interés por un pájaro tan triste y aburrido como una lluvia de otoño. Un día olvidaron darle agua. Otro día, no le dieron comida. A veces veía al de los tentáculos pequeños, que ya no era tan bajito había crecido. La llamaba por su nombre y silbaba para animarla, pero Esmeralda se alejaba y guardaba silencio.

Un día, se sintió mal. No tenía ni fuerzas ni ganas de comer. Nadie notó que algo le ocurría al pájaro apático. Al día siguiente, la encontraron tendida y sin vida. Su último refugio fue la sombra de un árbol. Las flores esparcían sus pétalos sobre su pequeña tumbaLos pétalos eran del mismo color que el cielo de verano. El sol calentaba la tumba con sus rayos. Ese calor era amor verdadero.


UN CUADERNO

Mi tía abuela Angelina murió en un día de lluvia silenciosa y como recuerdo suyo me quedó un cuaderno muy grueso con páginas y cubiertas de cartón de un color arenoso, al parecer de manufactura artesanal.


Pero antes de seguir hablando del cuaderno, debo contar que me sorprendió enterarme de que hacía tiempo que había vendido su casa; también me resultó extraño descubrir que no poseía ya casi nada más que su cuaderno y los lápices y plumones con que iba llenando esas páginas. Una simple sorpresa, nada más. Cuento con lo necesario para vivir y el tema de su “herencia” fue algo que siempre evité en nuestras charlas.


Al entierro asistieron pocos: unas cuantas personas a quienes no conocía. Y yo como único pariente. Ahí, en el cementerio, los nuevos propietarios de la casa se me acercaron y me pidieron que, al terminar, fuera con ellos porque tenían que explicarme algo. En realidad, no había mucho que explicar, me mostraron los documentos de la compra y me entregaron el cuaderno, un estuche de madera con sus útiles de dibujo y un pequeño tubo de cartón vacío que supongo usaba como portalápices. No le pertenecía nada más, ni el mobiliario de su habitación. Le permitieron vivir ahí hasta su muerte porque con esa condición se había realizado la venta. Ahora pienso que tal vez en el cuarto se quedaron algunas otras cosas de uso personal, pero en aquel momento no se me ocurrió preguntarlo.


Me llevé el dichoso cuaderno y debo confesar que lo tuve guardado unos tres años, acaso temiendo que, al abrirlo, se me revelaran sus quejas y sufrimientos. De la familia solo quedábamos ella y yo, y mis visitas no eran muchas, ni muy largas. Sin darme cuenta, me fui alejando. Al contrario de lo que hacía de niño, que siempre pasaba a verla después de la escuela, y ella me recibía cariñosa y charlábamos sin parar.


Mis temores eran vanos porque no resultó ser un diario, en el sentido estricto de la palabra, sino ciertos apuntes en los que incluía dibujos de las flores que encontraba y a las que desprendía, quiero pensar que con sumo cuidado, uno de sus pétalos para adherirlo en algunas páginas, aunque muchas de las flores dibujadas tienen forma de espigas o hilos o pompones y semejan más bien gusanitos, arañuelas o algodoncillos coloridos, en los que hubiera sido imposible añadir un pétalo inexistente en la flor real.


En nuestra ciudad no es difícil ver muros cubiertos de buganvilias o encontrar en sus parques y jardines rosas, gerberas, nomeolvides, tulipanes, jacintos, azucenas o alcatraces. Sin embargo, cuando empecé a hojear su “diario de flores” me intrigaron los nombres de plantas que nunca había escuchado antes y que, por supuesto, no crecen en la ciudad: bejuco prieto, hierba mansa, pata de vaca, espinosilla, clavellina del poeta, chipil, popotillo plateado, conchita maguey, garambullo, colorín norteño, chícharo escarlata, algodoncillo y tantas otras. Debió caminar bastante o incluso viajar para descubrirlas entre la vegetación silvestre de las afueras o de pueblos aledaños.


Obviamente, la intención no era crear un herbario puesto que sus páginas no guardan tallos ni hojas disecadas, excepto un pétalo de tanto en tanto; tampoco es un diario de un aficionado a la botánica, ya que no lleva descripciones de la planta, nombres científicos o el lugar en que fue observada. No soy ningún especialista en plantas, por lo que no veo muy claro cuáles le interesaban y no hay ninguna introducción que lo explique. Lo único que he notado es que mi abuela dividió cada página del cuaderno en dos y a cada mitad le fue asignando un día y una flor, sin repetir ninguna o eso me parece.


Aunque no fuera muy moderna, ella no era tan ignorante como para no saber que en cualquier librería se puede adquirir algún volumen con ilustraciones sobre la flora autóctona, así que no entiendo qué obsesión la impulsó a escribirlo día tras día desde la muerte de mi tío, su hijo menor, hasta un poco antes de su propio fallecimiento. ¿La soledad era tanta que necesitaba recorrer kilómetros entre matorrales para hallar el consuelo de esas pequeñas “llamas de vida”? (Llamas de vida, así menciona a las flores del nopal arrastradillo, flores de un rojo intenso en su dibujo como si realmente ardieran bajo el sol.)


Según las fechas fueron casi dos años de... ¿caminatas?, ¿excursiones? Me pregunto si dibujaba en el mismo sitio o lo hacía al volver a casa mientras cenaba (es más que probable que no volviera para el almuerzo) en un comedor que debía ser demasiado grande para ella sola. No logro imaginármela, a su edad, sentada en medio de la nopalera o bajo un huizache observando sus floridos gusanillos o recorriendo las faldas de algún cerro para detenerse de pronto al descubrir entre la maleza un racimo de flores de un amarillo muy vivo y de pétalos casi transparentes.


A partir de la “lectura” de su diario, descubrí que mi abuela (como le gustaba que la llamara), sabía dibujar, que tenía resistencia bastante como para llevar a cabo largas caminatas, según la localización que he encontrado en internet de algunas de las plantas; no obstante, nunca vino a visitarme, seguramente porque en realidad no llegué a invitarla y su educación no le permitía ir a ningún lado sin previa invitación.


No escribía párrafos propiamente; sin ninguna mayúscula, pero con la misma minuciosidad de sus dibujos, trazaba unas cuantas palabras, por ejemplo, viento esmeralda, palos danzarines, borlas de amor, cuernos de venados diminutos, bostezos de jaguar y, muy de vez en cuando, formaba dos líneas con palabras como tintinear de campanas anaranjadas bajo la mirada cristalina del cielo. Al principio, antes de leer esas frases más largas, me parecían otros nombres populares de las plantas, pero ahora estoy convencido de que se trata de la impresión que le causaban. Qué lástima que no hayamos hablado de eso.


Conservaré el cuaderno, aunque no lo entienda.

HG


RETO 7

  Escribir un cuento en el que los personajes cuenten por separado un acontecimiento de cualquier tipo. El género es libre. Límite de palabr...